domingo, 6 de julio de 2014

La tinta con sangre entra…

niñita
Durante años me costó asumir que había sido abusada. No es algo que uno quiera confesar. Por otro lado, cuando se es niño o incluso adolescente resulta algo difícil de identificar, sobre todo cuando el abuso proviene de la propia familia. Más aún si quienes te abusan son tus padres.
Y es que uno suele asociar el abuso con extraños, y esa es una trampa. Una de las tantas que encontramos, porque a medida que el tiempo transcurre, uno escucha voces que te dicen que esas son cosas en las que uno no debe pensar, que hay que dejar el pasado atrás; que, al fin y al cabo, podría haber sido peor…
Mi madre fue educada en un hogar en el que los padres no podían ser juzgados por los hijos, ni por nadie más. Sus acciones no podían ser puestas en entredicho, así fueran poco ortodoxas. Un lugar donde no había espacio para debatir o emitir una negativa o una queja.
Ella vivió y sobrevivió al sistema. Ella fue abusada por mi abuelo, quien fue inflexible estableciendo su patrón de hierro. Y mamá nunca dejó de recordar con dolor que, la sola vista del abuelo le producía horror, por lo que se escondía tras las faldas de la abuela.
Como sucede con muchas personas, la mamá no pudo sustraerse a lo aprendido y lo aplicó con sus hijos, repitiendo así el modelo.
Así, mi vida se debatió entre el abrazo tierno y devoto, y la voz grabada a fuego.
Como todo niño busqué métodos de evasión a la sensación abrumadora que crecía en mi pecho y para la que no tuve nombre si no hasta hace muy poco: frustración.
Ser tratado como un adulto cuando se es un niño es complejo. Los niños no tienen los códigos ni la experiencia para saber de qué se trata lo que están viviendo, lo que están experimentando. No saben qué es lo que el adulto pretende. Sólo intuye lo que quiere. En mi caso, tempranamente me di cuenta que la sumisión era la clave.
Crecí siendo sumisa. Siendo la niña que hacía lo que el resto esperaba que hiciera. Sin mayor voluntad, ni mayor idea del entorno más allá de las paredes de mi hogar. No por estupidez. Sólo por abstracción. Me volví una experta en ello, y la lectura y la música fueron mis aliadas y mi refugio.
Mi falta de contacto con los de mi edad no me permitió adquirír las herramientas y habilidades sociales que los niños suelen adquirir, y me convertí en una inadaptada viviendo una adultez prematura que no me correspondía, saltándome así todos los episodios naturales y las experiencias que todo niño vive. Esa sensación de inadaptación alimentó mi timidez, y mi recurrencia al silencio y la abstracción aumentaron. Vivía en las nubes.
Pero en medio de mi pecho esa frustración alimentaba otros sentimientos: rabia y angustia.
Y supongo que tenía que buscar el modo de desahogar un poco de ambas, por lo que a los 13 años, tuve mi primer acceso de rebelión. Me hice cortar el pelo, dejando así, de una vez por todas, la coleta de niñita eterna que me caracterizaba.
Mi segunda rebelión, aún sin saberlo, fue seguir, por primera vez mis instintos y besar a la chica que me gustaba. Tenía 14 años y no sabía que tras esta experiencia, volvería, a la fuerza, a mi antiguo estado de sumisión.
Cuando en casa se enteraron de mi romance, y cuando finalmente mamá pudo enfrentarme, lo único que articuló fue una pregunta. Es que acaso te gusto yo?
Aquello fue una bofetada en medio de tanta confusión, en medio de ese no saber nada, en medio del miedo de no querer reconocer, entre otras cosas, que si me gustaban las chicas no sería la niñita “comme il faut” en la que la mamá había puesto tanto esmero en educar.
En ese instante, frente a ella, los recuerdos se agolpaban en mi cabeza, mientras la miraba entre incrédula y sorprendida, y por qué no decirlo, asqueada también. Era impensable mirarla con otros ojos que no fueran los de una hija a una madre. Cualquier otra cosa era descabellada y enfermiza.
Recordé entonces cómo a mis 9 años, y mientras me hacía cariño, ella sujetó mi rostro y me besó “para que supiera cómo hacerlo” cuando llegara el momento.
Cinco años después de ese episodio no había logrado olvidar la sensación de rechazo que aquello me produjo. Cinco años después, estábamos una frente a la otra. Ambas alteradas, por distintas razones.
Los recuerdos seguían agolpándose en mi mente, y me hacían temblar… Mis nalgas amoratadas; sus palabras sarcásticas; sus silencios de días enteros, en una ley de hielo que pretendía “hacerme razonar”; mi rabia por no poder responder; su imposición brutal y silenciadora.
Y aun así, en ese instante mi único pensamiento era que ella ya no me querría más, que nunca, nunca ella me perdonaría.
Ese mañana, hui de casa. Sabía bien lo que se venía y no me sentía capaz de soportarlo. Mi aventura duró poco. Mi hermano me encontró y me llevó de regreso a casa. Lo que vino después fue tal cual lo había pensado.
Pero también los adolescentes se adaptan para sobrevivir, y yo ya había aprendido lo principal: someterme sin chistar.
Así, el primer amor de adolescente quedó atrás. Me sacaron del liceo en el que estudiaba, y para justificar el cambio, mi madre comentaba que me habían expulsado por “mi comportamiento”. Años después supe que nunca me expulsaron.
En casa adopté nuevamente mi postura silenciosa, y acepté que mamá trajera a cuanto chico le parecía bien. Sin duda, alguno de ellos lograría hacerme olvidar esta fase mía.
Una mañana, un ex compañero de básica, me llamó. Ella contestó el teléfono, y al reconocer quien era, solícitamente lo invitó a tomar el té esa tarde. Sería muy bueno volver a verlo después de tantos años. Apenas el chico llegó, mamá nos dejó a solas.
En ese momento entendí su estrategia. Al hacerlo me sentí usada, subastada, y con ello mi rabia, en silencio, siguió creciendo.
Pasaron los años y seguí jugando a la existencia alegre y despreocupada. Las vacaciones frente al mar; el dinero para comprar lo que quisiera. Nada me faltaba en ese acuerdo silencioso. Yo sólo debía ser comme il faut.
Mamá nunca quiso que fuera a la universidad. Todo un contrasentido para una mujer que había hecho todo lo posible para cultivar a su hija. Y justamente por eso, porque mis notas eran buenas, y había tenido un muy buen puntaje en la prueba, podía elegir la carrera que quisiera. Me había preparado para Medicina Veterinaria, pero había olvidado un detalle. Las niñas no pueden andar metidas en las patas de los caballos ni de las vacas. Así es que, a la antigua usanza, estudié un idioma. Todos felices. Incluso yo. A esas alturas, no se trataba de estudiar. Para mí se trataba simplemente de salir de casa.
Y así salí al mundo. Así me volví consciente de mi persona, de toda mi dimensión. Ese día comenzó mi recorrido por esta vida.
Poco después, a mis 21 salí de casa. Expulsada. Con lo puesto y mi cama a cuestas. Se acabó la universidad, pero no me importó. Sólo seguí adelante.

Tal vez la tinta con sangre entra. Si me lo preguntan, no lo creo. Como fuera, a esas alturas mi promesa era clara: no seguir el patrón. Por eso, si la tinta había entrado, con mi misma sangre esa tinta ha sido limpiada, en años de un trabajo diario; de un trabajo de hormiga. Deconstruirme, destruirme a veces, para volver a crear. Para volverme a crear, para volver a comenzar… Sin duda, un trabajo de todos los días.
 

A ti…
Gracias por haber compartido mis fantasmas, mis temores, mis falencias.
Gracias por aceptarme como soy. Por ser mi apoyo constante, y por hacerme saber que no necesito ser de un modo particular para ser amada.
Gracias también por acompañarme en esa maravillosa aventura que ha sido aprender a ver y a querer lo bueno que hay en mí.