domingo, 6 de abril de 2014

como mi propia vida

Los Caracoles. Cordillera de los Andes. Cruce entre Argentina y Chile. ©guidaí

Ese paisaje no fue casualidad, sino el fiel reflejo de mi vida en aquel instante. No podía cruzarlo con nada en mis espaldas; ahí solo se admite pasar liviano. Me pedía soltar y empezar de nuevo. Atrás quedaría todo.
La cordillera comenzó a perderme en su vericuetos y me dio solo un breve tiempo para aligerar mi carga. Me desprendí de lo que pude, de viejas estructuras, de malos entendidos y de algunos miedos. Y finalmente crucé, de este a oeste.
En ese instante todo era nuevo, todo era luz, libertad, ganas y fe. Me recuerdo con un título univesitario en la mochila, una maleta, una sonrisa y dos pesos flacos en el bolsillo. Ya no había apuros, todo volvía a empezar en un nuevo escenario.
Mi corazón latía rápido, ansioso, lleno de adrenalina y de susto, pero feliz y sobretodo libre. Y sobrevolaban varias preguntas. Dónde está el límite entre huir y no saber vivir en un solo lugar, de una sola manera? Dónde empieza uno y dónde termina el otro? Dondé está el límite entre aceptar desafíos, sin estructuras y saltar al vacío sin red?
Al pie de las montañas mi viejo yo quedaba atrás. Y sentía. Sentir puede transformarse a veces en un milagro.
Subía, subía, hasta los tres mil quinientos metros de altura. Allí estaba la frontera. Sellar pasaporte y a correr. A bajar. El futuro elegido estaba ahí. Aún recuerdo una sensación de libertad que me emociona.
El paisaje inundaba la mirada, erizaba mi piel. Tenía algo maravilloso por delante. Mi propia vida.