miércoles, 12 de febrero de 2014

La tía Rosa.

Mi familia era pequeña. Por ello, supongo que era natural para mí llamar tío o tía a los amigos de la familia. Tan natural como, en su momento, me resultó llamar “papá” a mi hermano, cuando apenas empezaba a hablar…
La tía Rosa era una matrona de cuerpo relleno, generoso. Sus formas suaves y firmes hablaban de una mujer que, en su juventud, debió resultar muy atractiva, y a sus años, mantenía esa coquetería propia de las mujeres de su generación.
Según mi madre, cuando joven, la tía Rosa había sido “ligera de cascos”. Ya grande, creí comprender que ella, simplemente, se empoderó de su cuerpo, y decidió sobre él, como lo hace quien no tuvo nunca la posibilidad de elegir sobre la mayoría de las cosas que atañeran a su vida…
Recuerdo que cuando niña, solía pedirle que me contara historias, de las que tenía un surtido increíble, el que gustaba de compartir conmigo. Sobretodo me contaba de aquel tiempo en que vivía en su tierra natal. En aquella misma época comencé a notar cómo la artritis iba, poco a poco, rediseñando sus manos.
Aún así, su enfermedad no le impidió intentar repasar lo que había aprendido de escritura, y para lo que pocas veces había tenido oportunidad de practicar. Entonces, mientras escribíamos, ella me relataba retazos de sus días. Mi memoria empezó, de esta forma, a guardar, como propios, los recuerdos de una niñez que había sido dura y, muchas veces, hostil.
La tía Rosa era oriunda de Futrono, localidad ubicada muy cerca de Verde Sur, y de niña asistió al colegio del pueblo. Como todos los niños de su edad, provenientes de un hogar humilde, ella caminaba kilómetros, semi descalza, ya fuera verano o invierno, hasta llegar a la escuelita donde estudiaba. Ésta, no era más que una sala, donde se reunían niñas y niños de distintas edades.
Como único útil de colegio, la niña Rosa llevaba una pizarrita, y unos trozos de tiza. Así, todos los días ella escribía y borraba continuamente, sin que le quedara material escrito para releer o repasar.
Y así creció. Así llegó a Santiago, y, así, su destino había quedado señalado. Mujer, sola, con escasa educación no le quedó más que servir.
Fue entonces, en alguno de esos misteriosos recovecos de la vida, que la tía Rosa y mi mamá se conocieron. Era el periodo en que mamá administraba un hotel, y la tía Rosa fue contratada para hacerse cargo de la limpieza. Con el correr del tiempo, ambas se volverían amigas inseparables.
Creo que mamá la quería. A su modo, claro. Como siempre. En cuanto a mí, yo simplemente la adoré. Siempre fue dulce y cariñosa, y el rasgo que más recuerdo era su voz. Una voz suave, preciosa. Grave y pastosa, y con una modulación impecable. Hablaba lindo.
Invariablemente sentí su cariño por mí, y cuando la visitábamos en su casa, lo que era una vez por año, en mayo, para su cumpleaños, ella se las ingeniaba para preparar esos bocadillos que, sabía muy bien, me encantaban.
Siempre supo cómo demostrarme su amor: silenciosamente. Tuvo un tacto y una delicadeza tal, como para que ese cariño estuviera siempre ahí. A mi disposición, pero sin ostentación. Y es que creo ella percibía el celo que mi mamá le tenía por ese vínculo de afecto que nos unía y que crecía año a año, quedamente.
Cuando las cosas en casa se pusieron feas, y a pesar de lo que mamá le contara, a ella y a quien quisiera escucharla; aún en los momentos más complejos que atravesábamos en casa, jamás ella tuvo un gesto de desaprobación para conmigo. Para la réproba hija de su amiga, la tía Rosa jamás mostró un atisbo de enjuiciamiento.
Han pasado casi 20 años desde la última vez que hablé por teléfono con ella. Dada su avanzada artritis, no pudo asistir al sepelio de mamá, y el hijo de la tía se convertiría en el mayor obstáculo para volver a verla…

Hoy, que vivo en estas tierras de Verde Sur; hoy que conozco el rigor que, aún en pleno siglo XXI se puede experimentar en medio de esta naturaleza privilegiada pero agreste, su recuerdo se hace más patente aún, y la admiro. Admiro su fuerza para sobrevivir, su entereza para salir de su tierra, su capacidad para mantenerse íntegra y digna.
Es cierto que toda su vida se me escapa; que la conocí sólo como la tía querendona y dulce. Pero cuando llueve, o cuando corre ese viento inclementemente frío, cuando el rigor del invierno se hace presente, creo ver a lo lejos la silueta de la niñita que ella fue; su pizarrita bajo el brazo y sus cabellos ondulados, desordenados al viento.
No pude despedirme de ella, y a veces creo que de adulta nunca le hice saber en verdad lo mucho que la quise. Pero su recuerdo permanece allí. Intacto. Indeleble, como su voz en mis oídos.













12 comentarios:

  1. Qué bien contado ... yo también creo ver a esa niña con su pizarrita ... Gracias Athenea !

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  2. Linda historia. Y un lindo homenaje a una heroína.

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    1. Ella fue la primera persona en mostrarme una parte de la vida que en casa no se mencionaba. Y fue su sola presencia y su modo el que en silencio me enseñó que el mundo era algo más que las 4 paredes que me rodeaban. Gracias y un abrazo!!!

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  3. Que historia mas tierna... dulce como son a veces tus historias, naive, con pedacitos de sur.... un abrazo.

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    1. Naïve... Qué lindo eso! Y si. Tiene pedacitos de sur... Te dejo un abrazo y lamento enormemente no haberte visto :(
      Te abrazo desde la distancia-

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  4. La tía Rosa... Adoro a la tía Rosa... Amo tu recuerdo y lo que esa mujeraza sembró en tu alma...

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    1. Ella fue, sin saberlo, un pilar muy importante en esa "creación" de lo que soy. Gracias por estar ahí :)

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  5. Que bella y penetrante caricia.
    Que silencio mas decidor!
    Me encantó tia Rosa, para abrazarla por siempre!

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  6. En mi corazón, no he dejado de abrazarla... Sabes? Y cuando escribí este texto, las lágrimas se me asomaron porfiadas en varias oportunidades, y creo que es porque me siento en deuda, con una deuda de amor que no pude saldar adecuadamente.

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